sábado, 30 de mayo de 2009

Obertura: notas acerca del héroe


Un reto que he venido haciéndome ultimamente radica en intentar describir algunas de las características del «héroe». En la universidad, en la facultad de letras, siempre me fue fácil pensar al héroe porque inmediatamente lo asociaba a alguna historia que solía contar, más o menos entusiasmado. Pero sin pensar ya en las humanidades, un amigo mío escribió -hace ya un tiempo- una diatriba para desmitificar la figura del héroe. Cuando la escuché por primera vez, me tomé un café bien caliente, porque hacía frío. Razonaba él de la siguiente manera: el héroe es una figura aristocrática, premoderna, que puebla las mitologías para reforzar ciertas estructuras jerárquicas. Así, el culto al héroe se traslada, sin más, hacia una actitud conservadora que, sobre todas las cosas, estima que cada quien tiene su lugar. Una ideología en la que se percibe al otro según el lugar que le corresponda. Se pide que imitemos al héroe, incluso que nos identifiquemos con él, pero que no confundamos dicho mandato con la realidad. Por tanto, en el fondo, lo que se le exige a cada uno de nosotros es una suerte de resignación, puesto que la imitación del héroe tiene sus límites precisamente en la medida en que no somos él. Pensarlo de otra manera sería entrar en delirio, proferir una blasfemia, transgredir un anatema, etcétera.

Y esto me hace retroceder, hacer memoria, ir al encuentro de otras voces. De niño, al recibir mis primeras lecciones de Historia del Perú, muy pronto apareció la figura del indio Cahuide en un dibujo pintado, defendiendo una fortaleza Inca, en alguna página de la enciclopedia Bruño. También viene a mi mente otro dibujo, esta vez de Miguel Grau y de su buque, el monitor Huáscar, ya no se si extraido de un album (cuyos cromos junté con entusiasmo por aquella época) o de qué otro sitio. Pero lo que si he olvidado, en definitiva, es cuándo o en qué momento me enteré de la historia de Jorge Chávez: si de niño o ya de adolescente. A lo que regreso una y otra vez es a la reacción que producían en mí todas estas ilustraciones: mientras que la hazaña militar de Cahuide o de Grau desencadenaba una suerte de temor, cólera y entusiasmo, la otra, la de Jorge Chávez, me dejaba perplejo. Era lejana, ajena, absurda e incomprensible: ¿por qué justo antes de caer en su avión este extraño personaje gritaba "más arriba, más arriba"? Entonces, mientras más me enteraba de su historia, menos sentido tenía su muerte. Había muerto en 1910 por volar sobre los Alpes, por cruzarlos cuando todavía nadie lo había hecho.

Por extraño que resulte, una colección infantil de héroes -ahora que veo todo este asunto a cierta distancia- no deja de ser importante aunque un poco sentimental recordarlo. Quizá mi amigo tenga razón y la naturaleza tradicional del mito y de los héroes nos fuercen a admitir que no toda jerarquía es inútil y que lo perverso no es su condición premoderna, sino la manera cómo nos acercamos a esta. Algunos lo hacen bajo un cierre tan autoritario como conservador de proponer al héroe como único e intransferible, mientras que otros que se oponen a estos tradicionalistas, por el contrario, son impulsados por una perspectiva plural que se abre hacia lo nuevo. Se trata, sin duda, de una mirada que se deja fascinar por el presente, pero que ha aprendido a alimentarse del pasado. Y aquí, en la patente actualidad de las novísimas situaciones, el héroe deja de ser la figura atrabiliaria y unilateral que porta el emblema de la tradición para convertirse, ahora sí, en una figura narrativa, pedagógica y sublime. Le abre la puerta a la experiencia de lo nuevo, ya no en los términos absolutos de la utopía de la felicidad (que alguna vez fue la bandera de la izquierda política junto con la figura del revolucionario) sino, al menos, en los términos relativos de una colección de intensos y fugaces instantes, bajo los límites impuestos por la finitud humana. Aún así, confieso, no tengo experiencia alguna ni visión suficiente como para encontrar en la vida urbana actual algún fragmento que nos lleve a descubrir, bajo estos nuevos ojos, la causa de un héroe. 


Probablemente Chávez y el dibujo de su hazaña solo señalen, una y otra vez, hacia la utopía de una experiencia tan personal como intransferible: la de vivir un instante pleno de integración entre el cuerpo, la máquina y la naturaleza. Pero, digánme ustedes, ¿no es acaso, un indicio, una indecisa señal, el que un país de América Latina como el Perú, llame Jorge Chávez a su mejor y más moderno aeropuerto? Es como si mi confusión infantil se hubiera trasladado al terreno de los hechos nacionales y cada vez que (usando alguna de estas portentosas máquinas) salgo de Lima, regresara cual ave solitaria, todavía más adulta, más extraña y más densa; como una sensación peregrina, fascinante y traviesa. Ella nos exige respuestas. En medio de la neblina, una golondrina no hace verano. Pero bajo el sol de primavera es un ángel cuyo vuelo es una invitación, un mensajero acaso extraviado, una nueva puerta del tiempo.


[La fotografía ha sido tomada del libro: Jorge Chávez: un héroe del siglo XX. Garreaud Dapello, Gastón y Guillermo Garrido Lecca Frías, Lima, Perú, Edición auspiciada por el CONCYTEC, 1990, p.48.]

viernes, 1 de mayo de 2009

Lo pintoresco está prohibido


La luminosidad de esta representación, con la que ciertos significados surgen aislada y repentinamente, radica en su horizontalidad. Por cierto, esta constatación no nos exime de la pregunta por el estado de ánimo que supone, de por sí, la existencia de dicha mirada. La consistencia del bloque de pared de la izquierda, como un volumen en el que todavía  se alcanza a leer «se vende», asume un valor que nos toma por sorpresa. Y esto porque se trata de un valor distinto a aquellos otros que buscan una mirada interesada, exclusivamente, en la presencia de las fuerzas orgánicas de la naturaleza. 


Así, resulta obvio que mientras más se busca dicho sentido en esta imagen y uno cree hallarlo, por ejemplo, en los árboles que se apiñan allá atrás, o en las nubes que presagian una inminente tormenta o, mejor, en la majestad de otra montaña que se yergue intempestivamente; uno se queda todavía más sorprendido, aturdido y frustrado que cuando uno solo encuentra, por aquí y por allá, las innumerables huellas de una publicidad hecha al paso. Lo que se observa es, sin duda, el rastro involuntario de cierta ansiedad por conquistar el mercado turístico. Un volumen en forma de triángulo corona visualmente la expresión escrita que reposa sobre esta pared, mientras que una línea imaginaria que el ojo completa se prolonga para reforzar aquella geometría: hacia abajo en la cercanía de nosotros y hacia arriba en la lejanía.

Es un bello paisaje andino, próximo a la ciudad del Cusco. En este ya no viene a nuestro encuentro la clásica torre de iglesia con su infaltable campanario, ni tampoco el camino de tierra que orienta visualmente al observador, para que ingrese, al menos con el ojo, en el poblado tradicional del que apenas logra distinguirse unos techos y ciertos pobladores a contraluz. ¿Acaso no los hemos visto ya en inumerables acuarelas en los que estos surgen casi recortados como triunfantes monigotes?, ¿cuantas veces en revistas como La Ilustración Peruana o Variedades, allá por la década de 1910 o 1920, se ofrecieron imágenes Kodak de fotógrafos anónimos que anunciaban lo «pintoresco» de estos parajes? ¿Cuántas veces las «sensibilidades educadas» rechazarían esta mirada 'Kodak del arte' acusándola de facilista y trivial para convertir la sola idea de lo «pintoresco» en un anatema para el ojo del «conocedor» local, de aquel que se ha consagrado a lo estético y artístico?
Que tales sensibilidades educadas hayan querido imponer su criterio no debe sorprendernos. Lo que sorprende es la persistencia, tanto del esquema visual de lo pintoresco como de su anatema que lo estigmatiza como de un gusto kitsch y poco cultivado, en el momento de tratar con la representación del paisaje andino. Por ello, el planteamiento de una mirada fotográfica que se vincule sin tensiones y sin temor con el costumbrismo pintoresco y que, probablemente, actúe también relajadamente frente a otro tipo de jerarquías, recoge sin trauma alguno la colonización económica y la señalización de un paisaje ahora transformado en mercancía: tanto en su calidad de valor de cambio, esto es, en su condición de terreno inmobiliario altamente cotizado, como también en su condicción de valor de uso, es decir, convertido en el residuo de una naturaleza que todavía conserva su bella apariencia.

[La fotografía publicada al inicio de este texto es propiedad del archivo de 13 monos. Cusco-Perú, Febrero de 2009. La otra es una fotografía tomada de la revista Variedades, 1917, sin datos disponibles]