Un reto que he venido haciéndome ultimamente radica en intentar describir algunas de las características del «héroe». En la universidad, en la facultad de letras, siempre me fue fácil pensar al héroe porque inmediatamente lo asociaba a alguna historia que solía contar, más o menos entusiasmado. Pero sin pensar ya en las humanidades, un amigo mío escribió -hace ya un tiempo- una diatriba para desmitificar la figura del héroe. Cuando la escuché por primera vez, me tomé un café bien caliente, porque hacía frío. Razonaba él de la siguiente manera: el héroe es una figura aristocrática, premoderna, que puebla las mitologías para reforzar ciertas estructuras jerárquicas. Así, el culto al héroe se traslada, sin más, hacia una actitud conservadora que, sobre todas las cosas, estima que cada quien tiene su lugar. Una ideología en la que se percibe al otro según el lugar que le corresponda. Se pide que imitemos al héroe, incluso que nos identifiquemos con él, pero que no confundamos dicho mandato con la realidad. Por tanto, en el fondo, lo que se le exige a cada uno de nosotros es una suerte de resignación, puesto que la imitación del héroe tiene sus límites precisamente en la medida en que no somos él. Pensarlo de otra manera sería entrar en delirio, proferir una blasfemia, transgredir un anatema, etcétera.
Y esto me hace retroceder, hacer memoria, ir al encuentro de otras voces. De niño, al recibir mis primeras lecciones de Historia del Perú, muy pronto apareció la figura del indio Cahuide en un dibujo pintado, defendiendo una fortaleza Inca, en alguna página de la enciclopedia Bruño. También viene a mi mente otro dibujo, esta vez de Miguel Grau y de su buque, el monitor Huáscar, ya no se si extraido de un album (cuyos cromos junté con entusiasmo por aquella época) o de qué otro sitio. Pero lo que si he olvidado, en definitiva, es cuándo o en qué momento me enteré de la historia de Jorge Chávez: si de niño o ya de adolescente. A lo que regreso una y otra vez es a la reacción que producían en mí todas estas ilustraciones: mientras que la hazaña militar de Cahuide o de Grau desencadenaba una suerte de temor, cólera y entusiasmo, la otra, la de Jorge Chávez, me dejaba perplejo. Era lejana, ajena, absurda e incomprensible: ¿por qué justo antes de caer en su avión este extraño personaje gritaba "más arriba, más arriba"? Entonces, mientras más me enteraba de su historia, menos sentido tenía su muerte. Había muerto en 1910 por volar sobre los Alpes, por cruzarlos cuando todavía nadie lo había hecho.
Por extraño que resulte, una colección infantil de héroes -ahora que veo todo este asunto a cierta distancia- no deja de ser importante aunque un poco sentimental recordarlo. Quizá mi amigo tenga razón y la naturaleza tradicional del mito y de los héroes nos fuercen a admitir que no toda jerarquía es inútil y que lo perverso no es su condición premoderna, sino la manera cómo nos acercamos a esta. Algunos lo hacen bajo un cierre tan autoritario como conservador de proponer al héroe como único e intransferible, mientras que otros que se oponen a estos tradicionalistas, por el contrario, son impulsados por una perspectiva plural que se abre hacia lo nuevo. Se trata, sin duda, de una mirada que se deja fascinar por el presente, pero que ha aprendido a alimentarse del pasado. Y aquí, en la patente actualidad de las novísimas situaciones, el héroe deja de ser la figura atrabiliaria y unilateral que porta el emblema de la tradición para convertirse, ahora sí, en una figura narrativa, pedagógica y sublime. Le abre la puerta a la experiencia de lo nuevo, ya no en los términos absolutos de la utopía de la felicidad (que alguna vez fue la bandera de la izquierda política junto con la figura del revolucionario) sino, al menos, en los términos relativos de una colección de intensos y fugaces instantes, bajo los límites impuestos por la finitud humana. Aún así, confieso, no tengo experiencia alguna ni visión suficiente como para encontrar en la vida urbana actual algún fragmento que nos lleve a descubrir, bajo estos nuevos ojos, la causa de un héroe.
Probablemente Chávez y el dibujo de su hazaña solo señalen, una y otra vez, hacia la utopía de una experiencia tan personal como intransferible: la de vivir un instante pleno de integración entre el cuerpo, la máquina y la naturaleza. Pero, digánme ustedes, ¿no es acaso, un indicio, una indecisa señal, el que un país de América Latina como el Perú, llame Jorge Chávez a su mejor y más moderno aeropuerto? Es como si mi confusión infantil se hubiera trasladado al terreno de los hechos nacionales y cada vez que (usando alguna de estas portentosas máquinas) salgo de Lima, regresara cual ave solitaria, todavía más adulta, más extraña y más densa; como una sensación peregrina, fascinante y traviesa. Ella nos exige respuestas. En medio de la neblina, una golondrina no hace verano. Pero bajo el sol de primavera es un ángel cuyo vuelo es una invitación, un mensajero acaso extraviado, una nueva puerta del tiempo.
[La fotografía ha sido tomada del libro: Jorge Chávez: un héroe del siglo XX. Garreaud Dapello, Gastón y Guillermo Garrido Lecca Frías, Lima, Perú, Edición auspiciada por el CONCYTEC, 1990, p.48.]
Y esto me hace retroceder, hacer memoria, ir al encuentro de otras voces. De niño, al recibir mis primeras lecciones de Historia del Perú, muy pronto apareció la figura del indio Cahuide en un dibujo pintado, defendiendo una fortaleza Inca, en alguna página de la enciclopedia Bruño. También viene a mi mente otro dibujo, esta vez de Miguel Grau y de su buque, el monitor Huáscar, ya no se si extraido de un album (cuyos cromos junté con entusiasmo por aquella época) o de qué otro sitio. Pero lo que si he olvidado, en definitiva, es cuándo o en qué momento me enteré de la historia de Jorge Chávez: si de niño o ya de adolescente. A lo que regreso una y otra vez es a la reacción que producían en mí todas estas ilustraciones: mientras que la hazaña militar de Cahuide o de Grau desencadenaba una suerte de temor, cólera y entusiasmo, la otra, la de Jorge Chávez, me dejaba perplejo. Era lejana, ajena, absurda e incomprensible: ¿por qué justo antes de caer en su avión este extraño personaje gritaba "más arriba, más arriba"? Entonces, mientras más me enteraba de su historia, menos sentido tenía su muerte. Había muerto en 1910 por volar sobre los Alpes, por cruzarlos cuando todavía nadie lo había hecho.
Por extraño que resulte, una colección infantil de héroes -ahora que veo todo este asunto a cierta distancia- no deja de ser importante aunque un poco sentimental recordarlo. Quizá mi amigo tenga razón y la naturaleza tradicional del mito y de los héroes nos fuercen a admitir que no toda jerarquía es inútil y que lo perverso no es su condición premoderna, sino la manera cómo nos acercamos a esta. Algunos lo hacen bajo un cierre tan autoritario como conservador de proponer al héroe como único e intransferible, mientras que otros que se oponen a estos tradicionalistas, por el contrario, son impulsados por una perspectiva plural que se abre hacia lo nuevo. Se trata, sin duda, de una mirada que se deja fascinar por el presente, pero que ha aprendido a alimentarse del pasado. Y aquí, en la patente actualidad de las novísimas situaciones, el héroe deja de ser la figura atrabiliaria y unilateral que porta el emblema de la tradición para convertirse, ahora sí, en una figura narrativa, pedagógica y sublime. Le abre la puerta a la experiencia de lo nuevo, ya no en los términos absolutos de la utopía de la felicidad (que alguna vez fue la bandera de la izquierda política junto con la figura del revolucionario) sino, al menos, en los términos relativos de una colección de intensos y fugaces instantes, bajo los límites impuestos por la finitud humana. Aún así, confieso, no tengo experiencia alguna ni visión suficiente como para encontrar en la vida urbana actual algún fragmento que nos lleve a descubrir, bajo estos nuevos ojos, la causa de un héroe.
Probablemente Chávez y el dibujo de su hazaña solo señalen, una y otra vez, hacia la utopía de una experiencia tan personal como intransferible: la de vivir un instante pleno de integración entre el cuerpo, la máquina y la naturaleza. Pero, digánme ustedes, ¿no es acaso, un indicio, una indecisa señal, el que un país de América Latina como el Perú, llame Jorge Chávez a su mejor y más moderno aeropuerto? Es como si mi confusión infantil se hubiera trasladado al terreno de los hechos nacionales y cada vez que (usando alguna de estas portentosas máquinas) salgo de Lima, regresara cual ave solitaria, todavía más adulta, más extraña y más densa; como una sensación peregrina, fascinante y traviesa. Ella nos exige respuestas. En medio de la neblina, una golondrina no hace verano. Pero bajo el sol de primavera es un ángel cuyo vuelo es una invitación, un mensajero acaso extraviado, una nueva puerta del tiempo.
[La fotografía ha sido tomada del libro: Jorge Chávez: un héroe del siglo XX. Garreaud Dapello, Gastón y Guillermo Garrido Lecca Frías, Lima, Perú, Edición auspiciada por el CONCYTEC, 1990, p.48.]