lunes, 7 de noviembre de 2011

Cuarta iluminación: Ricardo Grau y su modernismo liberal



Ninguno como Ricardo Grau (1908-1970) para traducir, en el terreno de la pintura abstracta, las contradicciones culturales del contexto artístico local, en el Perú, durante el siglo XX. La formación de Grau ocurrió en Europa, primero en la segunda mitad de la década de 1920, en las academias de Bruselas y de París, y luego, en algunos de los talleres parisinos particulares de maestros como André Lhote, Othon Friesz y Ferdinand Léger. 

Cuando Grau regresa al Perú, en 1937, se encuentra con un contexto cultural cuyo principal foco de irradiación, Lima, ha adoptado al Indigenismo. Este era un credo que convertía a la pintura en el espacio de la representación de lo nacional y de sus costumbres. Así, los personajes que aparecen en las pinturas indigenistas lo hacen en entornos rurales: a veces son indígenas y otras veces son mestizos y criollos. Grau, a su llegada, aporta con una creencia en la que la pintura no tiene por qué estar al servicio de algo que se encuentre fuera del arte, como lo nacional, o cualquier  otra urgencia ideológica. En otras palabras, aporta para una suerte de demolición del credo indigenista. Tenemos un importante comentario acerca de Lhote, uno de los maestros franceses de Grau, que ayuda a comprender su postura. Se trata de una glosa de Walter Benjamin, que permite reconstruir lo que pensaba Lhote, entre 1935 y 1936, acerca de la naturaleza de la pintura como forma estética. Grau defendió, desde que llegó, un discurso del "arte por el arte", extraño al medio limeño y peruano. Un discurso que puede ser atribuido a Lhote y a los liberales del mundo francés del arte.

Aquí va nuestra reconstrucción. Lhote, como liberal, usa conceptos de arte que permiten, en ese preciso momento histórico (la década de 1930), establecer un enfrentamiento ideológico entre cierto credo moderno europeo (despolitizado y humanista) y las llamadas vanguardias históricas (1905-1940). Dicho credo moderno asume, con Maurice Denis, que "Una pintura antes de ser una pintura es una superficie de líneas, formas y colores". Lhote reivindica esta creencia del "arte por el arte", una estética en la que la pintura, por ese entonces la reina de las artes, se entiende a sí misma como una actividad individual que junta la habilidad manual del artista con su imaginación, para lograr elaboraciones originales y únicas. Una actividad que absorbe, según esta ideología, alguna dimensión de lo humano que difícilmente puede ser transferida a otras prácticas. Lhote predica que los nuevos límites de la experiencia de pintar, ya en la década de 1930, encierran, a su manera, un ámbito propio para una forma peculiar de iluminación y trascendencia espiritual. En dicho ámbito -dice Lhote- brilla, con luz propia, la antorcha de lo propiamente humano. En dos de las vanguardias históricas de la época, por ejemplo, el Surrealismo en París y el Dadaísmo en Berlín, se había criticado con acidez y beligerancia a este credo moderno espiritualista. Y lo habían hecho, al buscar, en la izquierda política, una posición ideológica que les permitiera distanciarse, tanto de los regímenes fascistas (que apelan a lo estético para "narcotizar a las masas") como de los planteamientos humanistas (que apelan al romanticismo del genio creador y a las formas y colores para enunciar la pureza de lo artístico y lo poético). 

Grau, en la pintura que abre este texto, realizada en la década de 1950, deja ver cómo su mirada sigue de cerca a una de las facciones de la manera francesa de entender la pintura abstracta. Hay una geometría en las formas que, en tanto continentes, reciben colores que rompen con dicho orden. Si bien el blanco estructura el vínculo entre los azules y los rojos de esta pintura, nada parece reponer la geometría inicial, ligeramente desbordada por la experiencia visual del color. Esta pintura de Grau parece sintonizar con cierto espíritu purista que la geometría otorga. Una revista como Art d'aujourd'hui, en la que André Bloc, Edgard Pillet y Jean Dewasne, participan activamente para mostrar, entre 1949 y 1953, todo un espectro de posibilidades visuales que, incluso después de más de 15 años viviendo en Perú, Grau sigue de cerca. 


La pintura de Serge Poliakoff, que aquí se muestra, así lo deja ver. Cabría decir que, a diferencia de la pintura de Grau con que abrimos este texto, en esta de Poliakoff es claramente reconocible una línea que establece límites entre color y color. Así mismo los colores son, claro está, menos expresivos y nerviosos que el que vemos en el pintor peruano. Este purismo, sin embargo, no oculta sus diferencias, aunque el aire de familia con la propuesta humanista de Grau resulta evidente. 

Es complicado precisar la manera en la que el humanismo francés pasó la dura prueba que le impuso la guerra. Quedó activo y articulado a una escena que vería perder protagonismo cultural a París, a costa de Nueva York. Así mismo resulta también complejo registrar el modo en el que el Surrealismo, el rival más característico de este humanismo, tuvo que pagar los costos por su ausencia durante la guerra: Bretón estaba en Nueva York en los momentos más duros que tuvo que pasar la resistencia francesa con la ocupación nazi. Pero tampoco dicha prueba podía hacer carne del todo en las creencias de Grau, cuyo humanismo, entre los artistas peruanos, resultaba extraño, ya desde finales de la década de 1930. Por ello, solo un discurso derivado del Indigenismo, podría haber sido propiamente su contraparte local. Lo de Grau apuntaba hacia otra dirección, pero fue un interlocutor de algunos interesantes pintores que quisieron mostrar una vía distinta como Sabino Springett, los hermanos Max y Herman Braun, Leslie Lee, entre otros. El propio Indigenismo experimentó, de manera inesperada, en la década de 1940, grandes dificultades de diálogo con los regionalismos y costumbrismos locales, al implosionar alrededor de una figura como la de Sabogal,  en una camarilla de muy pocas personas. 

No es este el lugar para caracterizar al Indigenismo como ideología estética (ni tampoco para decir el modo como funcionó como institución), pero quizá si mencionar sus limitaciones respecto de su vínculo con un público más amplio. Curiosamente, también Grau experimentó problemas semejantes en el momento de difundir su discurso estético humanista. Quizá las contradicciones culturales que resultan evidentes en dicho humanismo están vinculadas a la manera en cómo su inscripción en una vanguardia moderna europea (que ha olvidado el radicalismo de aquellas otras llamadas "vanguardias históricas") deja, al mismo tiempo, al descubierto, elementos de una sujeción colonial a una suerte de convicción radical ("el arte por el arte") que lo aísla, en cada paso, en cada hallazgo propio, de las estéticas más cercanas y concretas que lo hubieran, finalmente, liberado.  

La primera imagen es una pintura abstracta de Ricardo Grau, titulada, La flor y el tiempo, y fue hecha a fines de la década de 1950. En el libro de Eduardo Moll, Ricardo Grau, publicado en 1990, Lima, Editorial Navarrete, aparece la fecha 1960 para dicha pintura. La pintura de Poliakoff, Sin título, ha sido tomada de Internet. Grau pasó por varios estilos de hacer abstracción, La flor y el tiempo es del periodo en el que sus pinturas se asemejan a las de Poliakoff. Este fue pintor que exhibió con cierta frecuencia en la Galería Denise Rene y circulaba en América Latina a través de la revista Art D'aujourd'dui.  





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