Si nos fijamos bien en la imagen, observamos el marco convencional de un ícono religioso. Allí, la imagen de la pintura del Señor de los Milagros, criollo por tradición, ha sido recortada para recibir, adrede, una fotografía a color. En dicha fotografía surge otra vez la procesión del Señor de los Milagros, en la que, de nuevo, está el ícono. Esta vez en olor de multitud. Una representación dentro de otra, como en un túnel de espejos. Es interesante preguntarse por qué este collage apenas sorprende al ojo más atento. El detalle está en el modo cómo, en lo que uno ve fotografiado, destaca el escudo nacional. El marco proviene de una estampa popular que se puede comprar en cualquier mercado: se representa al anda como el espacio religioso típico para la entronización de un ícono. La estampa está intervenida por una voluntad de colocar, en un solo espacio visual, juntos y en fricción, al ícono religioso con el ícono nacional.
¿Se trata de una suerte de ready-made? Esta imagen intervenida grafica un interesante momento de las artes visuales en el Perú, cuya fecha crítica se produce en 1979. Es un objeto propuesto por Fernando Bedoya, animador de Paréntesis. Un colectivo de arte poco conocido internacionalmente en el que ya están las principales claves de una iconografía que, en la década de 1980, se desplegaría en distintos momentos. El contexto obliga. Después del paro nacional de julio de 1977, la escena política se redibujó junto con la dictadura militar de Francisco Morales Bermúdez. Y, luego de tener que hacer frente a movilizaciones de los sindicatos (en esa época la existencia de estos marcaba la escena), el dictador de turno se vio forzado a convocar a una Asamblea Constituyente. Para fines de 1977, un buen número de estudiantes de clase media participaba de este temple de protesta y cuestionamiento. En diciembre "tomaron", como si se tratara de un botín político, en Lima, la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA).
Después de la represión, la ENBA entró en receso y estuvo cerrada todo el año 1978. Con los estudiantes de la ENBA en plaza, la escena juvenil de clase media se dinamizó, y Barranco, un distrito pequeño con viejas casonas, se convirtió en un nervioso núcleo de la actividad cultural. Las casonas habían quedado dañadas por haber padecido dos terremotos, uno en 1970 y otro en 1974. Esto las convertía en lugares disponibles para el activismo cultural: talleres de artistas, espacios de exposición de arte, conciertos de música, fiestas interminables y un largo etcétera.
Morales Bermúdez se había dedicado a desmontar las reformas del regimen populista y de izquierda del general Juan Velasco Alvarado. No es este el lugar para relatar tal historia; resulta suficiente decir entonces, que a diferencia del "conceptualismo latinoamericano", el conceptualismo en el Perú retoma ciertos temas de indudable interés antropológico. Ya alguien como Luis Camnitzer (un importante curador y artista influyente en la escena internacional del arte) ha definido el "conceptualismo latinoamericano" de un modo distinto que el hegemónico. Nuestro autor dice que el primero se presenta como una aproximación directamente política a los fenómenos del arte, en cambio el segundo conceptualismo (el hegemónico), al menos en los Estados Unidos, se muestra como lingüístico y apolítico.
La crítica de los íconos religiosos y nacionales que observamos en el ready-made de Bedoya (y que también animó a las acciones de Paréntesis, aunque de ello no vamos a tratar ahora) tendrían un interesante desarrollo en la iconografía de distintos grupos y artistas a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. Internacionalmente este origen es poco conocido. Dicha iconografía, sin embargo, ya está en la cultura local en las reflexiones del antropólogo y novelista José María Arguedas, fallecido en 1969. Esta crítica levanta un espíritu desenfadado y, frente a la idiosincrasia propia, ayuda a tomar una lúcida distancia. En su novela póstuma, El zorro de arriba y el zorro de abajo, junta dos perspectivas: la del artista y la de carácter colectivo.
La perspectiva del artista es confesional. Arguedas en sus diarios (primero, segundo, tercero y ¿último?) debate su posición con el "internacionalismo". Había conocido a todos los miembros del llamado "boom" literario latinoamericano de la década de 1960 (Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, etcétera) en distintas ciudades y congresos literarios. Sin embargo, lejos de sentirse parte de ellos, se acusa a sí mismo de "provinciano". No quiere aceptar las condiciones del capitalismo que exige al escritor ser un "profesional" y, según esto, ocupar su tiempo siguiendo un horario y un contrato. Arguedas esboza una imaginaria divisoria de aguas al interior del "boom", en la que él estaría junto a Rulfo, García Márquez y Onetti, entre otros, para tomar partido por la dimensión del afecto y de la vida, antes que por la literatura y el arte (entendidos ambos como instituciones ya establecidas). La manera en que el aprecio por un contexto local se separa de una mirada que se hace uno con lo "internacional" resulta de una cuestión de afinidades electivas.
Las escenas de carácter colectivo en El zorro..., por otro lado, se desagregan en personajes intensos que habitan escenas increíbles. A veces todos estos aparecen pescando en una bolichera y hablando un lenguaje enrarecido y popular, otras veces en un lío de prostíbulo en el que los personajes luchan a muerte y por ello interviene la policía; o, incluso, en un mercado popular, al que asistimos impávidos a participar de las "acciones" del loco Moncada, un personaje entrañable que, aunque estibador respetado, enloquecía los fines de semana.
El loco Moncada, es un personaje cuya existencia Arguedas documentó en su trabajo de campo, en Chimbote, una ciudad al norte de Lima. Desde la segunda mitad de la década de 1960 y todavía durante la de 1970, esta ciudad fue el escenario de la explotación de la anchoveta, mediante un tratamiento que necesitaba de un numeroso contingente de obreros y de un importante complejo fabril. Migrantes andinos y gente proveniente de muchos lugares llega a Chimbote y esta se convierte, entonces, en el escenario mítico que registra los sucesos de la modernización: los signos de un futuro apenas imaginado. Durante la dictadura de Velasco, el Perú llegó a ser el primer productor de harina de pescado en el mundo. Moncada es, pues, uno de nuestros primeros "performeros". En sus presentaciones y rituales públicos la crítica de los íconos religiosos y nacionales ofrece una suerte de grado cero del sentido.
Un día, por ejemplo, el loco Moncada apareció travestido y convertido en una mujer encinta: llevaba a un gato escondido debajo de su vieja camisa. Esta extraña figura, entonces, predica los peligros a los que están sometidas las mujeres cuyos maridos trabajan en las fábricas, en medio de una precariedad apenas disimulada. Otro día el travestido Moncada, como si se tratara de un cura en medio de un mercado popular, lleva una cruz y predica. La crítica muestra las fisuras de la reflexión y, en un contexto lleno de una carga de pasado, señala hacia la dificultad de tomar decisiones . Así como Moncada, otro personaje surge de pronto: "Al llegar a la primera fila de casas de la barriada, al borde de la "carretera de circunvalación", huella afirmada con ripio y basura, se volvió cara a las fábricas; se sacó el sombrero, enarcó el brazo como para bailar, hizo brillar la cinta del sombrero, moviéndolo, y con la melodía de un carnaval muy antiguo, cantó, bailando [...]":
Gentil gaviota
islas volando
culebra, culebra,
cerro arriba, culebra
cerro abajo, culebra
bandera peruana culebra
Los íconos que usa Arguedas, tanto en este personaje (la culebra, el cerro, la gaviota y la bandera) como en el loco Moncada (la cruz que a veces carga, la figura del toreo y algún muñeco que hace las veces de un fetiche que habla), nos remiten a prácticas religiosas muy arraigadas. La vida cotidiana está marcada por todas estas huellas. En la pieza de Bedoya que abre este texto, el factor religioso resulta explícito. Los ángeles, situados a ambos extremos del marco, son el preámbulo de la imagen de la procesión. A la inversa, Moncada lleva la procesión al mercado, en medio del fuerte olor que impone todo lo orgánico ("Cerca de los puestos de ropa, de verduras y mil chucherías que cubrían más de la mitad de la calle"). En estos personajes la sensibilidad andina cuyos emblemas son la culebra y la imagen de Cristo van al encuentro de la bandera peruana y del trapo rojo del torero; en la multitud de Bedoya la sensibilidad criolla exhibe la bandera peruana como un atributo y arreglo floral para los fervientes devotos del Señor de los Milagros. La crítica de los íconos resulta, sin duda, una cuestión de distancia. El final de la década de 1970 realiza esta donación, una iconografía. Pero aquella distancia crítica parece que, entretanto, se ha perdido.
[Fotografía abridora]. Este "objeto" pertenece a la colección de obra de Fernando Bedoya, no tengo precisión de la fecha, pero forma parte del interés que ya el fotógrafo alemán Rolf Knippenberg hizo notar en 1979 cuando realizó más de 500 imágenes de esta vanguardia local. En una de esas imágenes Rolf y Fernando, aparecen mirando la procesión del Señor de los Milagros.
[Fotografía del "loco" Moncada: Carlos Corcuera]. Tomada de la edición de las Obras Completas de Arguedas, 1983, Lima, Editorial Horizonte. Cortesía de Lucho Chueca.
[La cita de la novela de JM Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, está tomada de la edición de 1988, Lima, Editorial Horizonte, pp. 46-47]